Apagario la ha vuelto a liar. Esta vez nos toca hablar de «conversaciones de besugos». Todo expatriado tiene esos momentos en los que intenta comunicarse pero no lo consigue. Un servidor, de género masculino, llamó una vez por teléfono en respuesta a una oferta de trabajo para camareras, y tuvo que recibir una rápida clase de inglés y género (waitress = female). En otra ocasión confundió la palabra «camiseta» por «falda». Os podéis imaginar la perplejidad de mis interlocutores y los años de terapia para superar la vergüenza.
Tener problemas con el idioma, para mí, representa el reto de ser inteligente pero no poderlo demostrar. Esto resulta en situaciones muy variopintas que no recomiendas al peor de tus enemigos, pero aún ponen una sonrisa en mi cara cuando las recuerdo. De mi elenco de posibles conversaciones de besugos, creo que una de las más épicas se dio en Sudán. No sólo tenía que hablar inglés con un señor que casi no hablaba (y mi árabe es inexistente), sino que él hablaba en «musulmán» y yo me comunicaba en «razonable». Imaginad…
Era un frío día en Khartoum, 38 grados a la sombra, y decidí acercarme al gimnasio. Para ello, el procedimiento era salir a la calle y «pescar» una furgonetilla de paisano: «le pago 5 libras si me lleva al hotel», «yalla yalla, ok ok». Satisfecho con mi poder de negociación y manejo de la ciudad más calurosa del mapa del tiempo, me monto en el furgoneto y empiezo a escuchar una cinta de casete en la radio del coche. Mi cerebro en seguida reconoce la versión islámica de Radio María y, en un intento de mezclarme con la población, digo a mi afable conductor:
– ¿Esto son oraciones?
– Sí, sí, el Corán – dice entusiasmado por mi reconocimiento
– Ah, interesante
– ¿Conoces a Allah?
– No personalmente, no
– ¿Católico?
Aquí empiezo a ponderar mis opciones… estoy en un país donde Osama Bin Laden es un héroe local y te puedes llevar 40 latigazos en público por besar a una mujer. ¿Conviene decir que soy católico? Decido decantarme por la verdad:
– No soy religioso
– Ah, bueno, ven conmigo a la mezquita. Te enseñaremos árabe gratis, y te regalaremos un Corán para que lo leas y conozcas a Allah.
Tratando de obviar su arrogante premisa de que mi falta de religión es un estatus inferior frente a su conocimiento de Allah, trato de marcarme un punto para conseguir conectar con mi nuevo amigo:
– Oh, muchas gracias, pero ya tengo un Corán que un amigo musulmán me regaló hace tiempo (de verdad que lo tengo)
– ¡Sí! Eso es fantástico ¿Y..?
– ¿Y qué?
– ¿Después de leer el Corán no has decidido conocer a Allah?
– No, ya conocí a su vecino, Yaveh, y no me pareció tan convincente
Aquí empiezo a sentirme digamos incómodo
– Pues ven conmigo a la mezquita y te explicaremos el Corán, y entenderás por qué el Islám es la mejor y única religión
– Pero es que ya leí el Corán y no lo entendí… ¿qué me he perdido? ¿me podría dar los titulares?
– Lee lee, lo dice el libro: «el Islam es la mejor y única religión»
Se produce un peligroso silencio. Miro a mi interlocutor, un hombre de 60 años, afable, posiblemente un padre encantador, un abuelo adorable, y un marido opresor ejemplar. No me parece alguien falto de inteligencia, y me pregunto si debo abrir el debate de la «lógica circular». Me muero de ganas de decirle que si la única justificación para la fe en el libro viene del propio libro, se crea un bucle infinito que no permite corroborar o debatir la proposición de que el Islam es la mejor y única religión, y que tendría que venderme mejor el producto que a través del dogma. Claramente mi «razonable» no se traduce bien a su «fundamentalista».
A punto estoy de abrir ese debate cuando mi cine interior proyecta, a modo de aviso, un «montaje del director» del 11S, el 11M, los 50 asesinatos en protesta de las tiras cómicas de Mahoma en Dinamarca y las decapitaciones a infieles, y yo solito me desanimo de tocarle los huevos teológicos a este fiel yihadista. Pero sigo queriendo conectar con él, así que intento cambiar de registro…
– Entonces, ¿de qué está hablando la cinta que tiene puesta?
Entusiasmado por mi interés, el hombre vuelve a sonreír, le brillan los ojillos, y me explica
– Está diciendo que no temamos por las almas de los infieles, que si un infiel muere no es realmente una muerte, sino que su alma vuelve a donde tiene que ir. Si el alma no vive en Allah, lo mejor que le puede pasar a ese alma es dejar de existir, así que cuando un grupo de infieles muere, es lo mejor que les puede pasar y hay que celebrarlo.
Yo soy infiel. Está hablando de mí. Me dice esto con una sonrisa y el mismo entusiasmo con el que yo comento el último disco de Muse. Veo delante de mis ojos cómo un abuelo encantador se transforma en una apología del asesinato en masa con la misma naturalidad que Clark Kent se convierte en Supermán o Sir Anthony Hopkins en el Dr. Hannibal Lecter. Por algún motivo, la religión le permite a este buen hombre hablar de matar gente que ni siquiera ha conocido, y además creer que les está haciendo un favor. Y ahí estoy yo en la furgoneta de Allah, un infiel declarado, tentado de comenzar (de camino al gimnasio) mi propia yijad a favor de la razón, la lógica, y la ética, a sabiendas de que este hombre sólo tiene que empujarme a la calzada para que el tráfico de Khartoum pase por encima de mí y yo me convierta en un gol más para su equipo en la guerra santa, un alma más salvada de la ignorancia del no-creyente, un agradecido cadaver inconverso…
Me quedo en silencio. No sé por dónde pillarlo. Efectivamente es una conversación de besugos en la que tengo todo que perder. No tengo miedo porque no estoy provocando, pero guardo silencio mientras pesa sobre mí una mezcla de incredulidad y profunda tristeza por no poder hablar más. El silencio es todo lo que me queda. Espero paciente llegar al gimnasio, mientras pondero lo que acaba de ocurrir. No puedo decir lo que pienso, no puedo razonar o debatir porque, si lo hiciera con todas las consecuencias y llegara hasta el final exponiendo mis ideas, me arriesgo a la violencia física en una ciudad en la que ni la poli va a salir en mi defensa. En ese momento entiendo el terrorismo, y la arrogante e ignorante tiranía del que dice «te trataré bien, pero si te metes con mi dios, te mato con una sonrisa y duermo como un bebé, satisfecho de haber hecho algo bien».
– Muchas gracias por traerme, aquí tiene sus cinco libras
– Gracias, gracias, ven a la mezquita algún día
– Sí, bueno, ya veremos, suerte
Por primera vez en mi lista de conversaciones de besugos, el que ha hecho el imbécil ha sido el otro y no yo, pero el peor besugo es el que no sabe que lo es. Mi mente informática lo entiende como software. Hay una función en el sistema operativo de ese señor que, cuando se activa, es incapaz de dudar que un libro medieval contiene verdades indiscutibles y que matar gente es algo honorable. En esas cuestiones, este hombre suspende su pensamiento racional a propósito… y eso es chungo de cojones ¿Quién maneja el sistema operativo de mi taxista? ¿Es el Imán de la mezquita local? ¿Es el dirigente teocrático de una nación fundamentalista? ¿Es George Bush o Bin Laden?
Sea quien sea que esté en control de esta parte irracional del sistema operativo de mi taxista, está también en control de 1.6mil millones de personas, o un 24% de la población mundial. Gente buena y normal, capaz de concebir y tolerar acciones inhumanas bajo los mandatos apropiados. Es una clase de miedo nuevo para mí. Cuando uno de los besugos piensa que mola matarte por no estar de acuerdo, las reglas de juego han cambiado.